DEL TATUAJE EN LA LITERATURA


                                                                                                                                                                Para David Huerta,
                                                        tatuado por Incurable.   
 
 
De las formas de escritura, ninguna tan inquietante como el tatuaje, porque al ser su materia y recipiente la piel humana, se vuelve indispensable y única; desplaza a toda otra superficie, y se trata de una escritura indeleble. El tatuaje no es solamente un icono: tiene función de escritura, una escritura que pretende inscribir algo no nombrado en el cuerpo. Si a eso agregamos el hecho de tratar aquí el tema de los tatuajes en la literatura, obtendremos con este texto una especie de escritura al cuadrado.
El verbo tatuar viene del inglés to tattoo, voz tomada de la palabra tatau, originaria de Tahití, en la Polinesia francesa. Este vocablo, nos ilustra Corominas, en la forma tattow, aparece por primera vez en los Viajes del Capitán Cook (1769), y como tataou en el Viaje alrededor del mundo del francés Bouganville, del mismo año. Significa, según el diccionario de la Academia, "grabar dibujos en la piel humana, introduciendo materias colorantes bajo la epidermis, por las punzadas o picaduras previamente dispuestas".
Esa costumbre remota usada también por los modernos es censurada por Goethe en su Máxima 104: "Eso de pintarse o tatuarse el cuerpo es un retroceso a la animalidad". No es difícil refutar por la lógica y la experiencia este espanto burgués del escritor alemán: los animales ni se han pintado ni tatuado nunca, por una parte, y por otra, el estadio animal del hombre no es susceptible de retroceso: lo acompaña en su vida cotidiana, en el comer, el defecar, agredir y vivir el sexo. Sorprende que un hombre de la curiosidad intelectual de Goethe, en vez de escandalizarse, no se haya preguntado qué lleva a los hombres a marcar su cuerpo con tatuajes. Yo no lo haré tampoco, al menos rigurosamente, pero sí pasaré revista a algunos de los más famosos tatuajes que nos ofrece la literatura, e intentaré algunas reflexiones a propósito de ellos.
Uno de los ejemplos más inquietantes y maravillosos consta en la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo, en sus capítulos XXVII y XXIX.
Es la historia de dos náufragos españoles, Jerónimo de Aguilar y Gonzalo Guerrero, capturados por los mayas de la península de Yucatán poco antes de la llegada de Cortés. A pesar de su condición de náufragos, los dos destinos difieren. Al llegar Cortés, Aguilar se escapa de la tribu que había pretendido adoptarlo y se une a las fuerzas de su capitán. Gonzalo Guerrero, en cambio, pese a las súplicas de los emisarios, se niega, pocos años después, a reintegrarse a su ejército. Ya no saldría nunca de la tribu que lo había adoptado porque era irreductiblemente otro: se había casado y había engendrado hijos, acaso los primeros mestizos de América española. Pero, sobre todo, llevaba escrita en la piel su nueva condición. He aquí sus palabras: "Hermano Aguilar: Yo soy casado y tengo tres hijos, y tiénenme por cacique y capitán cuando hay guerras; idos con Dios, que yo tengo labrada la cara y horadadas las orejas. ¡Qué dirán de mí desde que me vean esos españoles ir desta manera! Y ya veis estos mis hijitos cuán bonicos son. Por vida vuestra que me deis de esas cuentas verdes que traéis, para ellos, y diré que mis hermanos me las envían de mi tierra".
Considero que cualquier intento por desarrollar o ampliar este texto en su lacónica maravilla no hará sino perjudicarlo. Pero reflexionemos: ¿qué es lo no nombrado en el cuerpo de Gonzalo Guerrero y que esa escritura pretende inscribir? No se trata de una escritura provisional, sino de la escritura, de la marca según la cual él ha sido inscrito en otra cultura, distinta de la suya. No basta, para apropiarse del otro, la escritura metafórica, es decir, el cambio de peinado, de vestimenta, de modales, ritos de cortesía y hasta de lengua: hace falta una escritura real en el cuerpo: el tatuaje. Y es lo que los mayas de Yucatán hacen con el soldado español.
El tatuaje significa, como ilustra la historia precedente, cambio de cultura en quien lo usa. Puede significar también profunda diferencia cultural de origen. Tal es el caso del hombre tatuado por excelencia: el salvaje Queequeg, el arponero, ese "George Washington con desarrollo de caníbal", de ese libro que es en sí mismo una imagen tatuada del mundo: Moby Dick de Melville. Procedente aristocrático de una isla imaginaria, esta encarnación de la "otredad" salvaje, se aparece en la penumbra a los ojos no tan inocentes del luterano Ismael, el narrador, "como sobreviviente de mil batallas de la guerra de Treinta Años", tan tasajeada se ve su piel. Pero no son heridas sino marcas de una escritura indeleble. La descripción de Melville es muy viva: "El cubrecama", escribe, "era uno de esos formados por retazos, lleno de cuadrados y triángulos abigarrados y multicolores. Y ese brazo tatuado con un interminable laberinto cretense en el cual no había dos partes que tuvieran el mismo matiz (cosa que, imagino, se debía al hecho de haber expuesto el brazo al sol y a la sombra sin método alguno, con la manga de la camisa recogida a diferente altura en cada ocasión), ese brazo, decía, parecía una tira de ese mismo cubrecama hecho de retazos". La suerte hará que el buen salvaje y su contrario terminen compartiendo la cama esa primera noche de Nantucket y que estrechen una amistad que sólo la catástrofe final podrá romper. En el caso de Queequeg coinciden la escritura real y la metafórica: el tatuaje es la escritura, la marca de que él ha sido inscrito desde su nacimiento en una cultura determinada.
El tatuaje de Queequeg lo distingue del hombre civilizado, lo hace "otro" por nacimiento. Usado por un occidental dentro de su cultura puede significar marca de la infamia. La literatura francesa nos ofrece dos ejemplos célebres: la flor de lis en el hombro de Milady, esa mujer fatal, esposa de Athos en Los tres mosqueteros, la adúltera y traidora a Francia descubierta por D'Artagnan en la intimidad y más tarde decapitada por la solidaridad masculina de los mosqueteros. Milady ha sido doblemente desleal: a su esposo y al Estado francés. Al final, un rayo iluminará en la oscuridad nocturna el hacha levantada por el verdugo sobre el cuello de la desdichada.
El otro consta en El padre Goriot de Balzac. Uno de los huéspedes de la burguesa "Maison Vauquer" -escenario central de la novela- es el ex-presidiario Jacques Collin, conocido como "Burla a la muerte", agente y banquero de los presidiarios, pobres y ricos, cuyos dineros coloca, conserva y administra hasta que logren evadirse. Es el delincuente capitalista. Las dos letras blancas sobre fondo rojo en la piel son descubiertas de un golpe por la señorita Michonneau, descubrimiento por el cual ella se gana tres mil francos. Descubrir un tatuaje en el otro es revelar una identidad social infamada por un pasado inconfesable.
La estrecha vinculación entre el tatuaje y la cárcel -y el sexo como evasión- palpita en la literatura mexicana con El apando de José Revueltas. El Albino, escribe Revueltas, "tenía tatuada en el bajo vientre una figura hindú -que en un burdel de cierto puerto indostano, conforme a su relato, le dibujara el eunuco de la casa, perteneciente a una secta esotérica de nombre impronunciable, mientras Albino dormía profundo y letal sueño de opio más allá de todos los recuerdos- que representaba la graciosa pareja de un joven y una joven en los momentos de hacer el amor y sus cuerpos aparecían rodeados, entrelazados, por un increíble ramaje de muslos, piernas, brazos, senos y órganos maravillosos -el árbol brahamánico del Bien y del Mal- dispuestos de tal modo y con tal sabiduría quinética, que bastaba darle impulso con las adecuadas contracciones y espasmo de los músculos, la rítmica oscilación, en espaciado ascenso, de la epidermis, y un sutil, inaprehensible vaivén de las caderas, para que aquellos miembros dispersos y de caprichosa apariencia, torsos y axilas y pies y pubis y manos y alas y vientres y vellos, adquiriesen una unidad mágica donde se repetía el milagro de la Creación y el copular humano se daba por entero en toda su magnífica y portentosa esplendidez". Las contorsiones del tatuaje configuraban la danza del vientre, objeto de excitación sexual para sus espectadores, los reclusos de Lecumberri, y medio de seducción de mujeres, en especial de Meche, mujer del Albino. Tal era su prestigio. Pues la incisión, como anota Lacan, tiene precisamente la función de ser para el Otro, de situar en él al sujeto, señalando su puesto en el campo de las relaciones del grupo, entre cada uno y todos los demás. Y, a la vez, tiene de manera evidente una función erótica, percibida por todos los que han abordado su realidad.
Kafka inventó metáforas de intolerable crueldad y nadie como él ha hecho una crítica radical del poder, es más, inventó el antipoder en narraciones como La metamorfosis.  “En la colonia penitenciaria” es una pesadilla, una cruel metáfora acerca del peso del poder sobre el individuo. En la abstracta y genérica penitenciaría del título se ha inventado una máquina de tortura que escribe en la espalda del condenado la disposición que él mismo ha violado y, después de destrozar la carne de la espalda, lo lleva a la muerte en medio de vómitos, dolores sin término y efusiones de sangre. La escritura en el dorso es infamante: el condenado no tiene tiempo ni energía de exhibirla en sociedad porque se la lleva a la tumba, manchado y marcado hasta la muerte por la falta escrita en su piel. Como la ejecución se hace en público, éste llega a enterarse del delito cometido por la víctima. Cuando el investigador pregunta si el condenado –al que no se le ha dado ninguna oportunidad de defenderse- conoce la sentencia, el oficial –que además es juez y verdugo- responde que no, pero que ya la sabrá en carne propia, es decir, en su carne tatuada y lacerada por el poder.
En mi enumeración he querido mostrar sólo algunos ejemplos significativos con sus distintos valores. La novela de aventuras, particularmente la inglesa, nos ofrece muchos ejemplos de personajes tatuados que arrojan un sentido, más que novedoso, reciente, al tatuaje: afirmar, en una época anterior a la fotografía, y que la prefigura, el "yo estuve allí", esto es, en las lejanas tierras donde es costumbre, como Queequeg, marcarse la piel. Pero este tipo de tatuaje, rebajado a mera visión del turista, no entraña  mayor riesgo ni compromiso.
En Las mil y una noches Sheherazada distrae las noches del rey Schahriar contándole cuentos para que no mate a su hermana. Los cuentos de Boccacio surgen durante una peste. Los de Chaucer, durante una peregrinación a Canterbury. Fiel a esta tradición, Ray Bradbury inventa en el prólogo de El hombre ilustrado un personaje de cuya piel emergen los cuentos del libro. Tal hombre hace honor al título: trae escritas en la piel diez y ocho historias maravillosas en colores sulfurosos como los del Greco, prados amarillos y ríos azules, montañas, estrellas, soles y planetas, voces y gestos, los de las historias que conforman el libro. Bradbury subraya en el prólogo la distinción entre el tatuaje y la ilustración, y el hombre de Wisconsin que muestra su cuerpo al narrador-personaje es efectivamente un hombre ilustrado, un museo ambulante. Con el hombre de Wisconsin el escritor norteamericano ha llevado el tatuaje literario a un plano en que la escritura metafórica y la real se confunden en una sola unidad. Ese hombre es, en suma, un texto, o mejor, una serie de textos: no se llama siquiera Gonzalo Guerrero, ni Queequeg, ni el Albino, ni Milady, ni Collin (o Vautrin), sino El hombre Ilustrado, esto es, el Hombre Tatuado, el Hombre Texto. ¿No es acaso esta la meta suprema de la literatura: inventarse un hombre que sea el personaje a la vez que el texto, un texto de textos? ¿No fue ésa acaso la aventura espiritual de Cervantes al inventar a ese Alonso Quijano que habló con la voz de Amadís, de Tirant lo Blanc, de Orlando Furioso, de Palmerín de Inglaterra, de los Caballeros de la Mesa Redonda, que habló, sí, con la voz de ellos pero para superarlos, para trascenderlos?

 

4 comentarios:

  1. Me gustaría hacerme un tatuaje con un poema completo de Neruda, se ven geniales muy románticos, les comparto
    http://tatuajex.com/545/los-tatuajes-y-la-literatura

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  2. Me gustaría hacerme un tatuaje con un poema completo de Neruda, se ven geniales muy románticos, les comparto
    http://tatuajex.com/545/los-tatuajes-y-la-literatura

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  3. Profesor, usted leyó un fragmento de este escrito en clase y me encantó, gracias por tan esplendida escritura, lamento que no haya podido darnos clase por el horario, pero sepa que soy su fan. Gracias

    Yadira Álvarez. UAM Azcapotzalco

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  4. interesante mano XD viva uribe hijueputa PETRO GONORREA HIJUEPUTA DEJEME A MI URIBE EN PAZ

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